A veces huir es una decisión de sabios.
Me encuentro sofocado, mustio, como un átomo aplastado por la
muchedumbre de una ciénaga. Abro puertas y ventanas, y esa sensación carcelaria aumenta al ver los
barrotes, firmes, como soldados, cautelando una posible entrada a mi guarida.
Era la hora de huir, sin demora. Partir, ligero de equipaje
como los hijos de la mar, hacia donde la noche, fría en este mes de Junio
decida llevarme. Una luz de gálibo anuncia mi posición en mi retaguardia,
mientras mi cabeza piensa en no pensar en nada.
El radio de mi bicicleta corta el viento limpiamente. Hoy,
recuerdo mariposas. Conduzco suavemente, armonizando mis movimientos al vaivén
de las aceras, al sinvivir de la ciudad, al tiempo infinito. Aunque mi cabeza
anda por otros mundos. Intento disfrazarme, pero el viento me quita una y otra
vez mi antifaz, como presagio de que esa treta no me salvará de nuevo.
Ahora admiro las grandes construcciones, iluminadas
desafiantemente al poder oscuro de la noche, mientras navego a lomos del
increíble cocodrilo, que me ayuda a llegar a la otra orilla del Ebro. En ese
momento, un cuchillo intangible, frío, devasta mis pómulos, y una lágrima
involuntaria los sana al instante. La vuelta a la ciudad me baja de nuevo al
piso del suelo uniforme. Atisbo rostros difuminados, no hay tantos como para
abarrotar las calles, pero sí son suficientes para que merezcan atención. Son
aquellos gatos arrabaleros, los que de día no encuentran el amparo de la
Iglesia, y aprovechan la libertad oscura para disfrutar de sus vidas, ajenas a
los búhos diurnos de los balcones. También hay trasnochados galanes y damiselas
de corsé, que con paso decidido avanzan, tal vez huyendo de los tiburones de la
noche, trajeados y asfixiados con sus corbatines al cuello.
Sigo estudiando el duende de mi ser, e, involuntariamente,
mis pasos me llevan a tres portales. Con nudillos invisibles golpeo cada uno de
ellos, llamando un ruido sordo, que ningún alma tras las puertas vacías oye.
Busco un rostro en los maniquíes, autobuses, o en las placas
de neón que anuncian cualquier cosmético engañabobos antiarrugas. Pero nadie me
dice quién fui yo.
Al final, mi estilo no es otro que la síntesis de aquello
que he leído. Por ello, subo más de lo necesario, para al final, tras un gesto altruista,
gratuito y reconfortador que me devuelva la sonrisa, disfruto de la cuesta
abajo sin frenos que me lleva de nuevo a casa, libre de corazón y memoria.