18 de marzo de 2012

El Derecho al Delirio

Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea. En 1948 y 1976 las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos humanos; pero la inmensa mayoría no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de señar? ¿Qué tal si deliramos por un ratito?
Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible: el aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones; en las calles, los automóviles serás aplastados por los perros; la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor; el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas; la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar; se incorporará a los códigos penales el delito de la estupidez, que cometen quienes viven por tener que ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y como juega el niño sin saber que juega; en ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a cumplir el servicio militar; si no los que quieran cumplirlo; los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas; los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas; los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos; los politicos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas; la solemnidad se dejará de creer una virtus, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo; la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero; nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene; el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, si no contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra; la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos; nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión; los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle; los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos; la educación no será el privilegio de quienes pueden pagarla; la policía no será la maldición de quienes no pueden comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda; una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los Estados Unidos de América; una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú; en Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria; la Santa MAdre Iglesia corregirá las erratas de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo; la Iglesia también dictará otro mandamieto que se le había olvidado a Dios: "Amarás a la naturaleza, de la que formas parte"; serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma; los desesperados serán esperados y los perdidos serán encontrados; porque ellos son los que desesperaron de tanto esperar y los que se perdieron de tanto buscar; seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido, sin que importen ni un poquito las fronteras del mapa o del tiempo; la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero.

Eduardo Galeano.

6 de marzo de 2012

El Malabarista Errante

Lisandro Leiva, vaivén de una vida desapercibida para los ojos del tendido.  Caminaba siempre cabizbajo y arrastrando sus  malgastadas botas, como si unas cadenas vulcanianas le aferraran al asfalto de las calzadas.  A pesar de sus reconocidos premios literarios, nunca ha gozado de una remunerada fama social, quizá por su enmascarado anonimato tras el seudónimo “El malabarista errante”.  Gastaba en libros su no muy abultado sueldo, libros que después quemaba en el living, en un particular aquelarre,  que justificaba debido a la locura exótica y placentera, pero descabelladamente irreal  e imaginaria a la cual le llevaba la lectura.
La lúgubre habitación en la que dormía parecía un antro decimonónico, donde acudían los poetas a deliberar acerca del transcurso de su efímera, desdichada vida, en la que todos pretendían ser dueños de su mismo sino, aunque a sabiendas no lo eran, ni mucho menos, sino sucesores de su tradición literaria de siglos anteriores.
Siglos. Siglos, años, horas, eran suficiente amenaza para un Leiva desolado. Leía sus poemas y los hacía ser el alimento de su vida, mas sólo durante un día, pues, pese a que los memorizaba, los destrozaba y los hacía sucumbir bajo el poderío de la llama en el hogar, o los narraba directamente sobre los suyos en el patio de la Iglesia, donde él y sus amigos desgastaban largas horas en las que nada ocurría, más que un soplo de viento fortuito, o una mirada desprevenida desde la acera de enfrente, que se convertía en una esperanza irreal para su ser, pero de la que nunca rechaza, puesto que él la ama.
Lisandro Leiva nunca ha sabido perder. Sitúa sus planes cual si de una vida ficticia se tratare; pero Leiva sabe que no es así.
Supo que, tarde o temprano debería aceptar la verdad, la cruda realidad que le llevó a seguir actuando sobre el guion establecido. Pero Leiva nunca supo cuál era realmente el papel de su guion en la vida.
Trató de amar a una mujer. Con ella convivió durante al menos tres años, y con la cual  disfrutó hasta el punto de perder la razón por ella, pero su inocencia le castigó hasta tal punto, en que fue traicionado, y tras una larga meditación, nunca más volvió a apreciar su sedosa melena, pese a que, dentro de un tiempo añoraría sus besos, sus abrazos, sus sonrisas…
Cada amago de deseo le llevaba  a pensar en ella.
Seguramente Leiva hizo mal en sus affaires, como siempre solía hacer. Nunca algo de este tipo le resultó positivo tras la muerte de Mariela.
“Me has fallado” – Interioriza Leiva, aun a sabiendas de que él ha sido el primero en dar esa especie de puñalada, ese paso adelante  en una batalla llena de respeto, de contraste, de amor.
Leiva era consciente de sus errores, pero también era capaz de esclarecer que él no era el único culpable, que debía afrontar la realidad, con aliados o sin ellos. Parecía que, por el momento, sus compañeros de viaje no podían (o no querían) comprender la situación que atravesaba, mientras se arrastraba por los círculos nocturnos, cuyos fines eran noches de prostíbulo y benjamín, en los que el joven poeta andaba perdido.
No obstante, no sería sincero afirmar que la dicha de Leiva le era negativa.
Por naturaleza, él había sido un  trovador mujeriego, un depredador, como en el nuevo mundo se llamaba a esa clase de persona. Sin embargo, Leiva perdía su razón por aquella melena de cabellos oscuros, y sabía que ella los perdía por los suyos…
Pero un exceso de prudencia, una soberbia exacerbada había llevado a tan prometedora pareja a una rutina comparable a la ruta ferril del tren que cada día llegaba a la nada, trayendo gente de ningún lado, llevándolas a ninguna parte. Para añadir más intriga a esta historia, se debe remarcar que Leiva no era muy promiscuo a aceptar sus derrotas, más bien las escondía en su ya desgastado traje. “Una herida más”, se decía cada noche con su Chivas con hielo a esas horas en las que todo se complica, o todo es más fácil, según el punto de mira.
Tantea ahora las balas del calibre 16 sobre su escritorio. Tres. Doradas, pulidas, perfectas.  Nunca supo bien interpretar el papel del oficio del suicida, aunque sabía que sólo tendría una oportunidad. El revólver parece sonreírle, cómplice de los dedos miserables que le habían arrastrado a su desdicha. Leiva estaba sumergido en un torbellino de desgracias, y cada cual parecía ser peor aún, si cabe, que la anterior. Por ello decidió, aquel primero de Noviembre, tomar la única salida, el único sendero que le sacara de tan desagradable situación.
Leiva compuso canciones en su juventud, mas nunca llegaron a oídos de aquellos que hacen que valga la pena escucharlas. Otra farsa más de este gran teatro, el mundo.
Pese a su oscurantismo, el ciclo de vida de Leiva comenzaba cada día con una sonrisa que eclipsaba cualquier atisbo de negatividad, de malas vibraciones. Aunque cada noche volvían sus particulares fantasmas. Solamente cruzarse con su perfume en la acera o ver un automóvil del mismo color que sus profundos ojos de rayo de luna. Era en esos momentos cuando Leiva enloquecía, y su demonio interno estallaba en silencio, muriendo lentamente y deseando no existir. Volvía a casa, descansaba breves horas de mala manera, y amanecía tarde, con una renovada, no del todo fingida expresión de alegría.
Mariela murió inesperadamente mientras Leiva agonizaba en el sofá, en una de sus interminables jaquecas diarias. Él bien sabía cómo y por qué murió, y decidió superar el incidente en silencio.
Nada más se supo de Leiva en el barrio. Unos decían que seguía viviendo en la buhardilla que compartía con Mariela, otros que emigró a tierras lejanas en busca de una vida mejor, otros que simplemente desapareció con ella.
Leiva seguía, efectivamente, viviendo en La Buhardilla, mas ahora era un lugar inhóspito, carente del cuidado que Mariela profesaba hacia su hogar.
Sería erróneo afirmar que Leiva perdió las ganas de vivir con la ausencia de Mariela. No. Él la amaba, o eso al menos creía, puesto que el desdichado poeta no sabía interpretar sus sentimientos, ni asemejar lo que sentía al concepto general de “amor”.
Una gota de sudor frío, mortal, recorrió la frente de Leiva hasta precipitarse al vacío, sumergiéndose en el metal del gatillo del revólver. Leiva iba a esperar tan sólo unos minutos más.
Debe ser difícil cuando tu camino se ha torcido ya tantas veces que vuelve otra vez a ser el mismo, y no ser ni siquiera capaz de reconocer de dónde vienes, hacia dónde te diriges, o simplemente dónde piensas descansar.
Ya ni siquiera le servía la morfina de las frases que retenía en su memoria, como aquella de los trovadores americanos, “Las palabras de los profetas están escritas en las paredes del metro”. Leiva no consiguió interpretar su profecía personal.
Ya sin nada ni nadie a quién esperar a la hora del café, sin la esperanza de que alguien siquiera acuda a molestarlo, de este mundo salvaje decidió Leiva despedirse sin mirar las saetas del tiempo.
A la mañana siguiente, una noticia que nadie leyó apareció en la sección de crónicas de sucesos en el diario local: Un desconocido hombre, desaliñado e indocumentado, fue víctima de un disparo mortal, que le atravesó la sien. Junto al cadáver se encontró el objeto mortífero, un revólver, y tres casquillos del calibre 16. Una bombilla rota revelaba el primer objetivo del revólver: Leiva había decidido dejar este mundo en la más primaria oscuridad, tal y como a este lugar llegó, ahora para no volver. El segundo objetivo del revólver fue preámbulo del disparo que terminó con la vida de Leiva: unos cristales en el suelo, y el mecanismo de un reloj de bolsillo destrozado, impacto de otra bala.
Leiva destrozó su reloj y su bombilla para que nadie supiera nunca en qué momento exacto de su locura decidió abandonar, de una vez por todas, su ahora remota desdicha.