27 de septiembre de 2011

Y los recuerdos al aire me besan la cara

Hubo un día en que decidí hacer lo que, al menos una vez en la vida, toda persona ha de hacer. Decidí conquistar a una chica, y, como joven quinceañero, rebelde de pelo largo y cervecero ilegal, decidí también probar la metadona del "amor".

Empecé a quedar con ella tras la protocolaria borrachera en la que "nuestra llama" se encendió, y nos acurrucamos en un portal, aguardándonos de la torrencial lluvia que aquel día sangraba las calles.
Una nueva puerta se me abría, una posibilidad de aventura que, todo joven a esa edad desea experimentar.

Los convenios sociales me inducían a pensar que, si seguía quedando con la chica, tendría que, forzadamente, enamorarme de ella.

Y así hice. Comencé a enviarle te quieros que, en aquel momento creía eran verdaderos, pero volviendo la vista me doy cuenta de que no, que no es más que una mentira impresa en tinta, la más fácil de ejecutar.
También comencé a hacer planes típicos de enamorados, viajes hacia el fin del mundo, a playas desconocidas, tardes de frío en el parque...

Pero me di cuenta de que no. Comenzar forzando un sentimiento es empezar la casa por el tejado. Los viajes eran a ninguna parte, y las tardes parecían como si hubieran engordado de pronto, los granos del reloj de arena, haciendo que el tiempo pasara mucho más despacio, como si en el olimpo Cronos y Morfeo se batieran en duelo, y el segundo acabara venciendo.
Cuando acababa de estar con ella sentía que ya había cumplido como "novio", como si hubiera ayudado a una ancianita a cruzar un paso de cebra y completar así la acción solidaria del día. Incluso ella llegó a no mostrarme sus cartas, a jugar sucio y apostar por otro, y yo supe perder e intentar seguir jugando la partida.

Poco a poco fui quitando las vendas que cubrían mis ojos, porque las del corazón ya hacía tiempo que las había cortado. Llegó a un punto en que seguir estirando lo nuestro daría de sí la goma, y acabaria partiéndose y rebotando, como un látigo, contra nuestras inesperadas narices.

Así que decidí cortar el hilo antes de recibir un duro golpe, y francamente, desde aquel día me siento libre.
Hice lo que consideré correcto, y le duela a quien le duela, lo hice bien, sin hacer daño a nadie, sólo haciéndolo para no destruirme a mí mismo y acabar en un bucle infinito que sólo sabe Dios qué desenlace hubiera tenido, aunque no pintaba muy divertido.

Una relajada y fresca primavera cedió su trono al verano, que pasó como si Cronos hubiera vencido esta vez a Morfeo.
Ella creyó en la mitología del ave Fénix como una ventana hacia la esperanza de nuestra relación, podrida ya de antaño en el invierno. Creyó que resurgiría, como este fantástico pájaro, de las cenizas de nuestro entrecomillado amor, puesto que como antes he dicho, comenzamos la casa por el tejado.
Volvió a atormentarme con sus historias de niña, parecía haberse quedado en los 15 años tras unos cuantos de relación, sin entender que no quedaba ya nada, que la última bala se había acabado, que el vidrio de nuestra botella hacía tiempo que se había secado.
Pensé en el héroe que decapitó a la hidra y luego surgieron más y más cabezas.

Hasta que llegó al punto de que su locura, su egoísmo y sus ansias de volver llegaron a terceras personas; eso si que me enfadó bastante. Desde que lo dejé con ella he estado intercambiando besos con la chica de la lluvia, la de las trenzas de arena, y parece que lo presentía y por ello nos odia.

Yo aquí, sin tener aparentemente la culpa de nada, he llegado a hacer daño de verdad a alguien, y por mi culpa, terceros se han llevado pajas mentales que no deberían.

Todo por creer en la aventura del amor... Quién me mandaría a mi



Post Scriptum: Ahora que ya ha llovido, y que la lluvia parece irse a otros terrenos, escribo esto que, desde que empecé este blog, deseé escribir.
Deseé que acabara todo casi al momento de empezar. Este desahogo es la síntesis de un semestre complicado para mí, pero en el que me doy cuenta de los grandes amigos, y amigas que tengo.
Gracias a todos, pero creo que ahora viene un tiempo en que no creeré en el amor eterno.